Esta historia la escribí en 2025 para el reto 48 de Exlibric. La pongo por aquí para futuras lecturas. 😁
Cal para los vivos.
—Me gustaría hablar de esa marca en tu brazo, ¿te parece bien? —dijo Mario, el psicólogo. Estaban en su consulta, un lugar tranquilo, iluminado ahora por la luz del atardecer, que jugaba con las motas de polvo en un baile suave y radiante. El aire estaba cargado de olor a madera antigua.
Frente a él, la chica se observó la muñeca del brazo izquierdo mientras sonreía con timidez. Rozó la marca con los dedos; parecía un tatuaje, pero tenía relieve y zonas enrojecidas.
—¿Te lo hiciste tú? —preguntó para intentar retomar la conversación. Ella asintió y lo miró entre el pelo teñido de colores que le ocultaba media cara.
—Bien, ¿me cuentas por qué lo hiciste?
Mario tenía claro que aquello era una quemadura acompañada de varios cortes: una autolesión. La chica empezó a hablar con un hilillo de voz entrecortada:
—Es… es un reloj.
Él asintió y observó con más atención. Era cierto, parecía un reloj o más bien la interpretación demente de un reloj hecho de piel humana. Las quemaduras y los cortes tomaron forma: cerca del dorso de la mano, una esfera grabada a trompicones que se conectaba con una quemadura que daba la vuelta a la muñeca. En la esfera faltaba un trozo de piel en forma de cuña. Ella giró la muñeca despacio, mientras sonreía.
—¿Lo… grabaste hace mucho?—preguntó Mario. Tuvo que reprimir un ataque de tos cuando la palabra “grabaste” se le atascó en la garganta.
—Fue al perder el original.
Mario la instó a hablar con un gesto suave de la mano.
—De pequeña me regalaron un reloj muy extraño: tan solo contenía 48 minutos. Fue mi padre. Luego desapareció. Él era muy bueno: siempre me cuidaba y me traía regalos, pero un día se largó y nunca más lo vi. El reloj era antiguo, me dijo que lo había encontrado en no sé qué viaje. Creo que ha muerto. Creo que murió en la guerra. Al reloj le faltaba una parte de la esfera, y las agujas bailaban encima de la nada, allí no había números. Los últimos doce minutos de cada hora estaban perdidos. Me dijo que eso era una ventaja, que podría hacer en ese tiempo cosas que no estaban permitidas.
Él asintió, reflexivo, y puso su mejor sonrisa.
—Así que usaste eso como una manera de evadirte, eso es muy inteligente.
Ella sonrió, pero un destello de rabia apareció en su mirada. Luego continuó con su perorata:
—Durante mucho tiempo creí que volvería, pero luego me di cuenta de que me había abandonado. ¿Sabes? No lo culpo,; sé que si no volvió, no fue porque no quisiera. Por eso creo que está muerto. No soy tonta, aunque lo parezca. No lo soy.
Mario la observó parlotear. Era como ver a una niña pizpireta de trece años encerrada en el cuerpo de una chica de veintitantos. La habían encontrado en medio del bosque, desorientada y perdida. No tenía documentación ni correspondía a nadie que se hubiera perdido por allí; además, estaba profundamente perturbada. Ya habían tenido varias sesiones y no dejaba de maravillarse por lo expresiva que era. Hacía extraños gestos con las manos: éstas y sus palabras danzaban sutilmente para evocar las emociones, pero sin que estuvieran conectados directamente con lo que decía. Por ejemplo, mientras hablaba de su padre, movía las manos como si fueran peces bajo el agua. Era fascinante.
—Parece que querías mucho a tu padre.
Ella lo miró con desconfianza, pero continuó el baile. Sus dedos se entrelazaban con la pericia que solo puede otorgar una obsesión.
—Sí, a pesar de… lo que hizo.
—¿Quieres hablar de ello?
Se encogió de hombros y alzó la cabeza, con la mirada perdida en la pared tras Mario.
—Él, bueno, él no hizo nada directamente… lo hizo mi tío. Él me dejó con su hermano y su mujer. Parecían buenas personas; quizá lo eran, no sé, pero no se portaron bien —dijo, y cuando nombró a su tío, colocó bruscamente las manos en sus rodillas. Se había acabado la danza.
Mario, por defecto, montó un posible esquema en su mente: abusos.
—Mi tío me quitó el reloj. Yo no hacía nada malo, bueno a veces, pero siempre en esa franja. Esos doce minutos eran para hacer esas cosas. Le robaba comida o le movía las cosas de sitio. Al principio les hacía gracia, pero después la cosa fue cambiando. Mi tía Ana murió y eso agrió el carácter de mi tío. Empezó a decirme cosas malas.
El psicólogo asintió.
—Tuvo que ser muy duro: la muerte de tu tía, luego que te tratara mal.
—Sí, fue duro. Yo no hice nada malo, yo no tuve la culpa.
Sus manos se agitaron como peces fuera del agua, tamborileando en sus muslos.
—¿Él dijo que eras culpable de la muerte de tu tía?
Los peces revolotearon y se convirtieron en palomas que sobrevolaron su cabeza varias veces. Movía los dedos muy rápido.
—Él… decía que había sido por mi manía de los doce minutos, que si no hubiera tenido ese reloj no habría pasado nada malo, pero yo no hice nada malo. El reloj era, ¡eso! Una vía de escape. Si pensaba en mi padre, o en cosas malas, o en lo que me decía mi tía, usaba esos doce minutos para escapar. Para ir a correr por el campo, para esconderme y estar sola conmigo misma. ¿No es tanto, verdad? Es una quinta parte de mi tiempo. Creo que a mi tía nunca le gusté, y a veces… me alegro de que se haya ido.
Un día me perdí en el bosque en esos doce minutos y encontré a alguien, una niña. Era de mi edad y vivía cerca. Nos hicimos amigas muy rápido. Cuando le conté lo de los doce minutos, le encantó. Cada vez que podía los compartía con ella. En una de nuestras escapadas nos escondimos en el granero. Ana nos vio y nos persiguió. Cuando entró al granero no vio que la trampilla del sótano estaba abierta… Cayó y solo gritó una vez, luego se quedó en silencio—dijo, y sus manos enloquecieron como palomas en un tornado. Luego se volvieron a posar sobre sus rodillas. La marca de la muñeca refulgió bajo la luz de los últimos rayos del atardecer. Dudó unos segundos, su nariz se encogió y apretó los labios, después continuó—. ¿Sabes? Creo que nunca he dicho esto en voz alta… juraría que la niña, mi amiga, abrió la trampilla cuando entramos. No creo que lo hiciera a posta. Creo que se iba a esconder allí, pero yo le dije que no y corrimos tras los montones de cajas. Cuando fuimos a mirar, la vi tendida en el suelo más abajo, su cuello estaba doblado de una manera muy rara y tenía los ojos abiertos. Intentamos bajar, pero necesitabas una escalera de mano y era muy pesada.
La chica respiraba con agitación, reviviendo la tragedia. Un rubor le sobrecogió el rostro y la frente se le perló de sudor. Mario cambió de postura y se relajó pues la historia de la chica tenía una cualidad estresante que le sorprendió.
—Entiendo. Por eso tu tío te culpó.
—Sí, me quitó el reloj y me prohibió ver más a mi amiga. Me encerró en casa. No me dejaba hacer nada. Me miraba con desprecio y asco. Yo deseaba que volviera mi padre más que nunca. Luego me obligó a trabajar con él en la granja y siempre me daba los peores trabajos. Recuerdo cómo me obligaba a espolvorear cal en los establos. Me quemaba las manos y los ojos… —. Las manos volaron lánguidas alrededor—. Así fue durante años, pero luego fue peor. Mi tío… me ataba. Me hacía cosas —dijo con un gesto de asco tal que Mario lo replicó de manera inconsciente.
Mario escuchó claramente ¡Voilá!, entre sus pensamientos.
Ella miró el reloj de su muñeca y observó algo por encima de la cabeza de Mario. Luego miró de nuevo a su muñeca.
—La primera marca fue de las cuerdas que usaba. Me ataba a una tubería de baño. Se volvió loco; solo bebía y bebía, gritaba el nombre de mi tía, como un lobo a la luz de la luna, y luego iba a buscarme. A pesar de que me prohibió ver a mi amiga, ella se colaba y me ayudaba, pero nunca se dejaba ver. Es muy buena ocultándose —dijo, y lo miró entrecerrando los ojos.
Él respiró profundamente. Notó en su plexo solar una presión ardiente. No debo empatizar, se repitió varias veces. Los ojos de la chica escondían un sufrimiento que no podían expresar las palabras; sus manos hablaban otro lenguaje. Era muy difícil mirarla sin sentir lo que ella transmitía: una radiación irremisible. En un pensamiento lateral pensó en grabarla en vídeo y usar inteligencia artificial para descubrir los patrones de comunicación.
—Ahora estás aquí, estás a salvo —dijo él.
Ella miró hacia abajo y sus ojos también bailaron con la alfombra, buscando algo.
—Sé que estoy a salvo. Ya mi tío no puede hacerme nada.
Él apretó los muslos y se tensó levemente en el asiento.
La chica le clavó la mirada, luego miró por encima de su cabeza y habló de nuevo.
—Mi tío cayó también al sótano. Yo no quería, pero ella…
—¿Tu amiga?
Asintió.
—Lo empujó cuando traté de escaparme. Mi tío era un hombre muy fuerte; no murió al caer. Se quedó quejándose y gritando. Insultándome. Ella me indicó algo, en una esquina estaban los sacos de cal. Tomamos uno entre las dos y lo rasgamos, cubriendo a mi tío de polvo blanco. Los gritos se recrudecieron. Se revolvió, se revolvió mucho, pero no pudo subir. Le echamos más y bramó como un demonio. Lo escucho… ¡Lo escucho aún!
De pronto, se detuvo, miró el reloj de su muñeca y fijó la vista en la pared tras Mario. Este se giró despacio, recordando qué había en la pared tras su espalda: un reloj enorme. Marcaba las siete y cuarenta y ocho minutos. Luego miró a la chica, que se había echado el pelo hacia atrás y lo miraba con el mentón alzado. Era su amiga.